
Y creo que he encontrado la respuesta a mi
pregunta. Hace casi un año mi marido y yo hicimos una mini escapada de dos
noches a un pequeño hotelito rural en Lliçà d’Amunt. El sitio se llama Can
Caponet y me lo recomendó mi amiga Sandra, que me conoce bien y a menudo sabe
exactamente lo que necesito incluso mucho mejor que yo misma. Rectifico: no lo
sabe a menudo. Lo sabe siempre.
Pues bien Can Caponet fue un remanso de paz y
calma mental como no recordaba otro igual de intenso desde aquella caminata leoneso-gallega.
¿Y cuál es la clave? Pues que no tuve que tomar ninguna decisión, es decir, en
el camino simplemente tenía que seguir la flecha amarilla y caminar. No debía
pensar ni qué, ni donde, ni cuando, sólo seguir el camino y pararme al llegar;
y al día siguiente lo mismo. En Can Caponet estaba incluida la cena y es un
sitio donde no hay menú. Al llegar te preguntan alergias y preferencias y
nosotros dijimos que ninguna alergia y que ninguna preferencia. Libertad absoluta de lo que nos quisieran ofrecer. Así
que la cena fue sorpresa por completo, no tuve que decidir nada; tanto es que
para el postre me dieron dos opciones a elegir y me molestó tener que hacerlo
porqué le había cogido el gusto a lo de no decidir.
Estoy en un momento en el que estoy muy del
rollo “me bajo de la vida”. Estoy muy saturada de mi entorno laboral por
diversas razones (que no vienen ahora a cuento del todo pero que ya iré
desgranando poco a poco) y una es precisamente por la necesidad de tomar decisiones, de unos 20
pacientes que veo al día de media, se generan mínimo el mismo número de decisiones. Aparte las decisiones de mi vida
privada y las que incumben a mi familia más cercana. Lo sé, lo sé, lo sé, así
es la vida y eso significa ser adulto. Lo sé.
Y es que estoy en un plan que verdaderamente
la mejor vida que se me antoja sería meterme a monja. ¿Sabéis? Aquello de no
pensar qué ropa ponerme, no preocuparme del pelo porque lo llevo tapado, no
preocuparme de mi aspecto físico porque estoy semi recluida del mundo y no
estoy para ligar ni para que me vean guapa, dedicarme a hacer pastelitos (y a
comérmelos), tener las obligaciones definidas y vivir en un remanso de paz y
calma, a ratos hasta hacer voto de silencio (porque a menudo me pasa que me
canso hasta de oírme a mí misma y a mis historias). Un poco como desaparecer
del mapa, o por lo menos desaparecer de la portada de la revista durante una
temporada. Quedarme detrás de las cámaras, en un despacho cerrado sin
interactuar excesivamente con el mundo exterior.
Ahora que esta tan de moda todo este tema de
los blogs, de las mini historietas en video de instagram, Facebook, los influencers
etc….y yo, al revés, siento que necesito huir de todo esto. Me canso sólo de
pensar en lo guay que tiene que ser toda esta gente cada día y la tensión de
mantener el nivel de fascinación en ellos mismos a lo largo del tiempo (que por contrapartida soy consciente que estoy haciendo una demagògia barata puesto que precisamente yo publico las columnas de este blog en esos formatos). El tema es que me abruma mentalmente este afán por demostrar ser mejor que los demás. Supongo que
este sentimiento viene también porque he tenido que hacer en los últimos años
diversos exámenes, reacreditaciones y
pruebas a nivel físico e intelectual que han hecho que me rebose el vaso de
esto mismo que os digo, de tener que demostrar, ponderar o validar lo buena que
soy o debería ser en esto o aquello. Me agota. No quiero examinarme más (léase
de heteroexamen y tampoco de autoexamen que son casi peores que los otros) y os
lo dice una que en dos días, literalmente, tiene el examen de oposiciones para
el que obviamente a raíz de esta apatía que me acompaña, no ha estudiado.
Con el momento de las redes sociales me viene
a la mente un domingo de barbacoa en el campo celebrando el cumpleaños de unos
amigos. Entre los asistentes hubo una pareja de conocidos que vinieron también
con sus peques.En general fue un día
muy agradable, excepto para ellos. Estuvieron todo el día apartados del resto
del grupo, sus niños no interaccionaron en ningún momento con el resto, ni
participaron de las actividades que se iban generando; por decir más, durante
la comida estábamos todos juntos en 2 mesas largas, excepto ellos 4, que se
sentaron en una tercera mesa aparte. Hasta ahí bien, cada uno que se divierta a
su modo. Mi sorpresa fue al llegar a casa, miro en Instagram y veo que han
publicado un collage de fotos (que ni se en que momento hicieron) que muestran
un día absolutamente contrario al real. En esas fotos parecía que para ellos
había sido la bomba de diversión, integrados completamente en el grupo, cosa
que era falsa.
Ese día, y es triste reconocerlo, aprendí que
un alto porcentaje de lo que se publica en las redes sociales está apañando,
manipulado o mejorado. Que ya sabía que así era pero no me imaginaba que así
fuera también para gente de verdad, cercana a mí y de mi entorno habitual.
Podría ser también, cosa que me he planteado,
que su idea de diversión difiera tanto de la mía que lo que para mí es separatismo
e introspección para ellos sea la juerga padre. Podría ser, lo admito.
Así que en este afán de paz he descubierto el
concepto del minimalismo y estoy intentando ponerlo en práctica a nivel mental
y físico. No voy a dejar de comprar las cosas que necesite o me gusten, no
estoy hablando de un minimalismo consumista porque me gusta gastar y tener
cosas; sino más bien una limpieza de espacios y emociones que me aporten la
ansiada calma.
Automatizar algunas decisiones para no tener
que pensar tanto, que dicho así suena fatal pero es que verdaderamente estoy
desbordada por hiperdecisionar. Como cuando vas a comprar un champú. ¿Habéis
visto cuantos hay??? Millones. Uno para pelo graso, otro con vitaminas, otro
para rizos, con sulfatos, sin siliconas. Me abruma tener tantas opciones.
Leyendo sobre educación vi que a los niños a ciertas edades no conviene darles
a elegir entre muchas alternativas porque se aturullan; pues conmigo lo mismo.
Dos como mucho. Blanco o negro. Va por Dios, un simple champú que lave y punto.
La vida en estos aspectos vánales debería, para mi gusto, ser más simple.
He notado que me pasa también lo mismo últimamente
con elegir casas rurales o restaurante, me da igual el que sea, me adapto al
gusto de la mayoría, cosa que tampoco es recomendable porque a mi precisamente
me gustan la gente con decisión y yo no quiero convertirme en una persona desdibujada
o indefinida. Me daré por tanto unas vacaciones mentales donde reine la
neutralidad que supongo me cargarán las pilas para encarrilarme de nuevo y
quitarme de encima este desasosiego que arrastro que seguro que está muy
determinado por la falta de proyectos laborales que me motiven.
A día de hoy mi mayor satisfacción cotidiana
en cuanto a quehaceres personales radica en cocinar, coser, desapelotonar
espacios de mi casa para hacerla más agradable a mi recién estrenada vista
minimalista y dibujar. Tampoco está tan mal diría yo.
Así pues, hermanas de la caridad, siervas del espíritu
santo, aunque debo reconocer que vuestro plan de vida se me antoja lleno de
paz, estoy segura que no sería una buena candidata para mantenerlo a lo largo
de los años y quizás tengo una opinión de las congregaciones religiosas femeninas
un tanto sesgada a causa del magnífico convento en el que cayó Deloris Van Cartier
y me huele a mí que no andan por ahí los tiros en la realidad.
¿Veis? Ya me estoy curando; he
conseguido decidir, sin agobiarme, que monja va a ser que no de momento.