
En verdad no fue para tanto, una simple discusión sobre un
tema de los niños, sin más importancia que la que le queramos dar pero mira por
donde sus palabras ayer me pillaron floja.
Floja como cuando quieres esfumarte, como cuando quieres que
el mundo te deje un ratito en paz y como cuando lo único que necesitas es un
abrazo y mimitos a porrillo.
Y es que va a ser que mi marido no es de los de mimitos, ni
de disculpas, ni de los de bajar del burro y yo otra que tal. Que de mimitos
soy mucho pero cuando me sale la vena independiente os prometo que las
carantoñas se las puede meter el mismísimo Brad Pitt por donde le quepan y si
estoy enfadada soy fácil de darme la vuelta, con una horchata, un donut, un
piropo salado o un achuchón me tienes desarmada pero cuando estoy decepcionada
la cosa cambia. Soy más de las que pasada la discusión inicial ni hablan del
tema. Me quedo sumida en mis pensamientos y lo único que quiero es sufrir una amnesia
repentina e irreversible y precisamente si intentan revertir mi humor soy
difícil.
Es tanto mi drama interno que yo que soy de las que nunca se
van a dormir estando enfadada con alguien, en situaciones como esta, me acuesto
a sabiendas de no haber hecho las paces y ni incluso envolviéndome entre mis
dos peques, que me atiborran de besos, caricias y piropos tipo la mama lo sabe
hacer todo, qué pelo más suave y mama “et vull molt”, consigo levantar mi ánimo
y hasta mis sueños se alborotan más de lo habitual.
Entonces, tras unas horas de mecerme en mi desgracia, es
cuando pongo en marcha mi plan B: relativizar.
Y pienso en aquella vez en que me llamó mi madre muy
nerviosa diciéndome que me sentara porque había pasado algo muy gordo y yo me
senté muerta de miedo empezando ya a llorar sin haber oído ni siquiera la
noticia, esperándome lo peor del mundo y cuando me contó lo que había pasado
resultó que era gordo pero no peor que lo que yo me había imaginado, con lo que
el resultado fue de alivio.
O cuando aquella vez que estando en la peluquería entró una
señora destrozada a contarle a la peluquera la gran pérdida que había sufrido y
entre lágrimas y sollozos conseguí entender que un tornillo mal puesto había
hecho caer la caldera y había llenado de agua el suelo de la cocina. Ahí
sentí…, sentí que yo era muy mala
persona y sin pizca de empatía por pensar
que aquella mujer era una exagerada de la vida. Pero lo pensé y lo sigo
pensando. Y si os permito pensar que yo, a menudo también soy una exagerada,
porqué lo admito. Lo soy; pero os aviso, soy más macarra que exagerada así que
tampoco os paséis ni un pelo con vuestras apreciaciones sobre mi carácter!
O como cuando Bridget Jones va a la cárcel y les cuenta a
sus compañeras de celda que su novio es el peor del mundo porque no la llama,
ni le manda flores, ni le dice cosas bonitas. Y yo en el cine aplaudiendo y
vitoreando y gritando –“si señora, así se habla. No les pasaremos ni una a
nuestros maridos insensibles!”
Y entonces es cuando la otra reclusa le dice que tiene razón
y que su marido también se porta fatal con ella, cuando la droga, la maltrata y
la obliga a prostituirse….
En este momento es cuando me veis a mi haciéndome pequeñita
en la butaca pensando lo tonta que soy por tener un semi solete en casa y no
darme cuenta!
Está claro, la clave es relativizar. Relativizando, lo peor
se vuelve menos malo y obviamente lo menos malo se gestiona mejor. Y no es que
piense que eso sea lo más adecuado porqué a mi parecer no deja de ser una
mentira piadosa, un mecanismo de defensa para disfrazar las cosas y yo
contrariamente a lo que pueda parecer por mis gustos carnavalescos, no soy de
disfrazar las noticias ni los contratiempos, pero una teoría, la de
relatividad, que hace que se transformen las cosas cuando cambiamos su punto de
referencia, me asombra.
Así que me quedo con ella, con esta teoría fantástica que me
hace más joven si me miro desde los ojos de un anciano, más flaca si me comparo
con un Botticelli y más feliz si consigo mirar mis circunstancias desde otro
punto de vista aprendiendo así como dice
Moix, que las coas no vienen con la importancia incorporada. Somos nosotros los
que les damos mayor o menor importancia a esas cosas.
Esta noche entonces, cuando mi marido vuelva de su viaje en
moto con sus amigos, sin haber hecho las paces por la discusión de ayer, más
tarde de lo esperado, sin el regalo que le he pedido y con una experiencia que
me hará morirme de envidia, tengo claro que debo hacer. Relativizar la
situación y si acaso la próxima vez irme con él!