
Alguien dijo alguna vez que hay pocas chicas que sepan cantar, decía que suelen gritar; no estoy de acuerdo con eso pero yo desgraciadamente no soy la excepción que “desconfirma” la regla; no se cantar ni gritando ni susurrando. A pesar de haber formado parte de un grupo góspel durante 2 o 3 sesiones, mi voz y sobre todo mi afinación dejan mucho que desear. Eso, por supuesto, no me desanimó de haber escrito mi propia canción ni de, sobre todo, cantar a gritos en casa, momento en el cual, agradezco enormemente no estar afónica porque el tono a lo Bonnie Tyler me cansa un poco si lo uso en exceso. Por todo el resto, me resulta muy placentero cantar a gritos, viviendo cada palabra e interpretando cada sonido como si del concierto de mi vida se tratase.
¿Será que tengo mucho por decir? Tal vez. No aspiro a ser escuchada por multitudes y ni mucho menos que mi discurso pueda parecer interesante, de hecho, oralmente me defiendo mucho peor que por escrito. Las palabras se agolpan en mis cuerdas vocales y surgen a menudo sin sentido, sin poder controlarlas apenas. La vehemencia suele apoderarse de mí dando una visión de enfado o de exaltación que puede ser que no se identifique con la realidad. Prefiero escribir; hacerlo me calma, me hace reflexionar, me pacifica y se convierte en un potente y adictivo ansiolítico de mi persona.
Pero los sonidos, sean gritos, susurros o canciones, son potentes en sí mismos, ¿os habéis parado alguna vez a pensar cuál es vuestro sonido favorito? Podría decir que el mío es el sonido de la lluvia, del bosque, del fuego quemando en una chimenea, del pisotear de las hojas de otoño, el sonido de la risa de mis hijos; pero aparte de estos que son obvios para mí, me he sorprendido gozando de sonidos muy banales, muy cotidianos y cómo inesperadamente esos ruidos (como definiríais muchos) me encantan, sin más.
El abrir de una cremallera de tienda de camping, el subir de una persiana, el sonido de los porticones de madera al abrirse y rebotar levemente contra la pared, el repiqueteo de los cubiertos al tocar el plato, el riego automático que se enciende….todo son sonidos de inicio de día, de despertar, de arriba muchacha qué hay vida a tu alrededor, del mundo poniéndose en marcha y esos simples ruidos por lo que evocan en mi, ¡hacen que me sienta extrañamente feliz!
Pero no todos los sonidos me son agradables, contrariamente a lo que pudiera parecer, los sonidos estridentes me molestan muchísimo, una multitud efervescente me retumba y los gritos y el bullicio de fondo sin objetivo claro me ensordecen. ¿Habéis probado alguna vez a silenciar el silencio? Entrad en una habitación, encended la luz y permanecer solos allí durante un rato. Sin hablar, sin nadie, sin música, sólo vosotros y el silencio. Apagad el fluorescente y sentidlo. Es muy tonto, pero me apasiona hacerme consciente del verdadero silencio.
Y lo bonito del caso es que uno no puede subsistir sin el otro, son contrarios pero se necesitan irremediablemente, es la perfecta relación amor-odio…..así que subid el volumen, cantad, gritad, alzad vuestras voces y encended todos los altavoces del mundo, para luego, tan solo, shhhhhh… disfrutar del encanto del silencio.
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