lunes, 23 de febrero de 2015

Girl power

El otro día en uno de mis trabajos tuvimos que colgar una pizarra de 3 metros en la pared. Era grande y pesaba bastante. Eran las 8 de la mañana y disponíamos de un taladro, brocas, tacos y todo lo necesario para la obra. Teníamos dos opciones: llamar a mantenimiento, cosa que retrasaría la colocación 2 o 3 semanas como mínimo o ponerla nosotras mismas. Está claro cuál fue la opción elegida.
Éramos tres chicas para  marcar, taladrar, sujetar y atornillar. Quedó perfecto. Hicimos un gran trabajo en equipo (y debo aclarar que no suele gustarme trabajar en equipo; soy más de yo me lo guiso yo me lo como  y aunque me encanta el proverbio “si lo haces solo irás más rápido; pero si lo haces en equipo llegarás más lejos” reconozco que lo dejo más para las películas, esas donde se ponen todos a una a fabricar barricadas para luchar contra los señores del mal y yo, en la vida real, me quedo rollo hormiguita más a mi bola)
Pero volviendo al tema, después de aquello me sentí orgullosa (con agujetas en los brazos por taladrar, ya que no caí en poner el percutor; pero orgullosa al fin y al cabo) puesto que nos habíamos compaginado a la perfección y además habíamos conseguido nuestro objetivo sin ayuda externa (y los que me conocéis sabéis de sobra que a mí el necesitar ayuda ni me traumatiza ni me avergüenza).
Y a ese punto quería yo llegar, al por qué de la leyenda urbana sobre los grupos de mujeres y sus malos rollos. Yo trabajo en un equipo donde mayoritariamente somos mujeres y aunque es cierto que hay grupitos y más amiguismo con unas que con otras, en general nos llevamos muy bien y hacemos buena piña. ¿Entonces porqué de esta teoría? Creo que hay demasiada rumorología popular y afirmaciones del tipo que las mujeres somos nuestras peores enemigas entre nosotras o que los hombres son más sencillos, que nosotras nos halagamos a la cara y a las espaldas nos criticamos y en cambio los chicos se saludan, se insultan, se ríen, se dan un abrazo y siguen tan amigos.
Yo suelo estar muy a gusto rodeándome de hombres porque congenio con ellos, tal vez por coquetería o tal vez porqué en el fondo soy una machorra;  pero también con las mujeres. Soy amiga de mis amigas; no de esas amigas de llamaditas cada 24 horas, nosotras nos damos espacio. No necesito charlar cada día con una amiga o hacerlo todo juntas para saber que daríamos un riñón la una por la otra. Reconozco que ser amiga de tus amigas es fácil, por eso nos elegimos mutuamente para ese rol, ¿pero qué pasa con las desconocidas? ¿Tal vez les entramos peor a las chicas que a los chicos a primera vista? Indagándome sobre esto creo que tal vez al principio puedo ser un poco seca o algo reacia. Sé que no soy simpática a primera vista y supongo que no caigo bien de entrada, pero me pasa lo mismo sea mi interlocutor chico o chica, por norma general mi ranciedad inicial no dura más de unos minutos seguramente y después reboso camaradería en estado puro.
Y entonces yo me pregunto si no habremos caído en una misoginia fácil y superficial. No soy feminista, rotundamente, pero tampoco voy a poner la otra mejilla. ¿Os habéis fijado en el lenguaje sexista que usamos diariamente sin darnos cuenta?
Cojonudo es algo bueno, coñazo algo malo. Hombrezuelo es un chavalín que va creciendo, pero ¿y mujerzuela? ¿Y la típica frase de “mujer al volante peligro constante” o la de “mujer tenía que ser”? Paralelamente a esto, debo reconocer  que justamente hablando de ello con un amigo, me hizo notar que también existe una visión sexista hacia el género masculino en la que los tachamos de simplones entre otras cosas. Cierto, Mario (dejo que esa reflexión la escribas tú).
Pero a lo que iba, ¿qué pasa con toda esta palabrería inferiorizante? Pues que al final nos lo creemos y nos incapacitamos nosotras mismas y no nos damos cuenta que podemos hacer todo lo que nos propongamos. ¿Qué demonios significa entonces la expresión “hacer tal cosa como una chica”? ¿Llorar como una niña? ¿Pelear como una chica? Me suele fastidiar bastante el tema del doble rasero y no tengo claro que nuestras cualidades genéticas de base, bien entrenadas, no pudieran compararse e igualarse o ganar a las de los hombres. En alguna ocasión creo que ya he mencionado que soy muy fan de la baronesa Karen Blixen, de memorias de África; de ella y de cómo la trata Denys Finch Hatton en numerosas escenas. Esa es la actitud que debe prevalecer.
Así que lanzo dos breves mensajes a quien los quiera leer: compañeras, si Finch Hatton ya  lo sabía  entonces  (y hablo de 1931) es ahora nuestro turno de decirlo a gritos: No somos malas, no somos misóginas, no somos inferiores a nadie, querámonos y cuidémonos entre nosotras. Al resto del mundo: Las mujeres podemos hacer TODO lo que nos propongamos; lo que no hacemos, no lo dudéis, es sencillamente porque no nos da la gana.

miércoles, 11 de febrero de 2015

Kokeshi

Ilustración by Cristina con h; Original de Monica Custodio.

Mediocridad

Cuando era adolescente una mañana desayunando con mis padres y durante nuestra charla de horas y horas en la galería de casa ellos comentaron: “- Qué orgullosos deben sentirse los padres de Judith, después de ganar ese campeonato de atletismo”.
Si, ciertamente debían estar muy orgullosos de ella. También yo lo estaba.
Aquella afirmación me rondó por la cabeza tiempo y tiempo, tanto tiempo que fijaros que hoy, con 36 añazos, sigue rondándome.
Aquello hizo que me planteara de qué podían estar mis padres orgullosos de mí. A ver dejadme pensar, evidentemente no soy una atleta, de deporte más bien poco, me gusta patinar sobre hielo y bailar, pero nada serio.
Tampoco he sobresalido en ninguna disciplina intelectual (cuento con los dedos, no tengo ni el first, no me gusta leer a grandes literatos, aprendo de historia por las películas y a menudo necesito un mapa para situarme en el mundo; no os diré más); en lo creativo, otro tanto, un poco de algo pero no mucho de nada.
Cuando era pequeña, mis padres, por su afán de dármelo todo me conseguían todo la información y formación que se les ocurría sobre las cosas que yo verbalizaba como hobbies. Si me gustaban los indios nativos norteamericanos, todas las pelis, libros y documentales del mercado eran para mí. En cambio nunca llegué a profundizar en nada. Me he quedado siempre en la portada de las cosas. Me siento como si nunca hubiera pasado de lo superficial, aprendiz de mucho, maestra de nada. Y no me gusta para nada pero siento que la palabra exacta que lo define es mediocridad. Y lo digo sin ánimo de ofenderme, sin demasiada acritud, sin desesperanza o excesiva vergüenza puesto que no me está yendo mal en la vida, pero…..ainsss, cuando en horas bajas el reflejo que te devuelve el espejo no es lo que esperabas y te ahondas en buscarte por dentro y no te encuentras y te preguntas si debe haber algo en el mundo en lo que considerarte excepcional.
Cuando a veces me quejo de los sueldos desorbitados de algún jugador de futbol o de algún actor o presentador, mi cuñado Iñaki siempre me recrimina que es sencillamente porque ellos generan el doble de dinero de su sueldo. Genéralo tú, me dice. Y yo pienso y pienso qué puedo tener yo que le interese al mundo; y no encuentro nada. Entonces es cuando me voy a lo que verdaderamente me importa y sigo con mis preguntas: ¿de qué se sentirán orgullosos mis padres? ¿Y mi marido? ¿Y mis amigos? Y sobre todo, ¿qué orgullo sentirán mis hijos al verme?
Emulando a la gran Karen Blixen podría decir algo del estilo…”Conozco una canción de África, que habla de la jirafa y de la luna nueva africana descansando sobre su lomo (...) ¿Acaso conoce África una canción que hable de mí? ¿Se agitará el aire sobre la llanura con un color que yo he llevado? ¿O tal vez los niños inventarán un juego en el cual figure mi nombre? ¿Formará la luna llena una sombra sobre la grava del camino que se parezca a mí? ¿O tal vez me buscarán las águilas de las Colinas de Ngong?”
Y en verdad, aunque adoro esta frase, fuera de su sitio me suena prepotente, insegura y necesitada , cosa que ni por asomo era Karen ni quiero serlo yo; así que aunque defina bien la esencia del tema que me atañe hoy, no me gusta el tono en el que redirecciona mi escrito. No puede una dialogar tranquilamente sobre la propia mediocridad sin parecer estar al borde de la depresión?!
Y llegando al final de mi disertación, la pregunta más temida es la que da respuesta al resto de preguntas ¿se sentirán mis hijos orgullosos de mi? Para ello voy a intentar darle la vuelta a la tortilla. Soy hija ahora, soy esposa, soy amiga, soy madre; ¿qué es lo que me llena de orgullo de mis padres, mi esposo, mis amigos y mis hijos? Nada que tenga que ver con sus habilidades intelectuales, ni creativas, ni deportivas. Si son o han sido de diez, pues mejor para ellos, y tal vez suene a excusa de mediocre pero de lo que verdaderamente me siento orgullosa de todos ellos es precisamente de que sean tal como son y de que nos hayamos elegido (allí donde sea que se eligen estas  cosas) para andar juntos nuestro camino y ser capaces de mantenernos unidos a pesar de saber que ni ellos ni yo somos perfectos.
Justamente ayer, mi madre le comentaba algo a Jon sobre irse con otra mamá o algo por el estilo. Mi precioso niño, de un salto vino a cogerse a mis piernas y abrazándose fuerte exclamó: - “Yo me quedo con mi mamá”.
En ese preciso momento fui consciente que ellos, como yo de ellos, están orgullosísimos de mi, sin motivo, sin porqués, sin calificaciones...…Únicamente por ser justo quien y como soy.