Cuando era adolescente una mañana desayunando con mis padres y durante nuestra charla de horas y horas en la galería de casa ellos comentaron: “- Qué orgullosos deben sentirse los padres de Judith, después de ganar ese campeonato de atletismo”.
Si, ciertamente debían estar muy orgullosos de ella. También yo lo estaba.
Aquella afirmación me rondó por la cabeza tiempo y tiempo, tanto tiempo que fijaros que hoy, con 36 añazos, sigue rondándome.
Aquello hizo que me planteara de qué podían estar mis padres orgullosos de mí. A ver dejadme pensar, evidentemente no soy una atleta, de deporte más bien poco, me gusta patinar sobre hielo y bailar, pero nada serio.
Tampoco he sobresalido en ninguna disciplina intelectual (cuento con los dedos, no tengo ni el first, no me gusta leer a grandes literatos, aprendo de historia por las películas y a menudo necesito un mapa para situarme en el mundo; no os diré más); en lo creativo, otro tanto, un poco de algo pero no mucho de nada.
Cuando era pequeña, mis padres, por su afán de dármelo todo me conseguían todo la información y formación que se les ocurría sobre las cosas que yo verbalizaba como hobbies. Si me gustaban los indios nativos norteamericanos, todas las pelis, libros y documentales del mercado eran para mí. En cambio nunca llegué a profundizar en nada. Me he quedado siempre en la portada de las cosas. Me siento como si nunca hubiera pasado de lo superficial, aprendiz de mucho, maestra de nada. Y no me gusta para nada pero siento que la palabra exacta que lo define es mediocridad. Y lo digo sin ánimo de ofenderme, sin demasiada acritud, sin desesperanza o excesiva vergüenza puesto que no me está yendo mal en la vida, pero…..ainsss, cuando en horas bajas el reflejo que te devuelve el espejo no es lo que esperabas y te ahondas en buscarte por dentro y no te encuentras y te preguntas si debe haber algo en el mundo en lo que considerarte excepcional.
Cuando a veces me quejo de los sueldos desorbitados de algún jugador de futbol o de algún actor o presentador, mi cuñado Iñaki siempre me recrimina que es sencillamente porque ellos generan el doble de dinero de su sueldo. Genéralo tú, me dice. Y yo pienso y pienso qué puedo tener yo que le interese al mundo; y no encuentro nada. Entonces es cuando me voy a lo que verdaderamente me importa y sigo con mis preguntas: ¿de qué se sentirán orgullosos mis padres? ¿Y mi marido? ¿Y mis amigos? Y sobre todo, ¿qué orgullo sentirán mis hijos al verme?
Emulando a la gran Karen Blixen podría decir algo del estilo…”Conozco una canción de África, que habla de la jirafa y de la luna nueva africana descansando sobre su lomo (...) ¿Acaso conoce África una canción que hable de mí? ¿Se agitará el aire sobre la llanura con un color que yo he llevado? ¿O tal vez los niños inventarán un juego en el cual figure mi nombre? ¿Formará la luna llena una sombra sobre la grava del camino que se parezca a mí? ¿O tal vez me buscarán las águilas de las Colinas de Ngong?”
Y en verdad, aunque adoro esta frase, fuera de su sitio me suena prepotente, insegura y necesitada , cosa que ni por asomo era Karen ni quiero serlo yo; así que aunque defina bien la esencia del tema que me atañe hoy, no me gusta el tono en el que redirecciona mi escrito. No puede una dialogar tranquilamente sobre la propia mediocridad sin parecer estar al borde de la depresión?!
Y llegando al final de mi disertación, la pregunta más temida es la que da respuesta al resto de preguntas ¿se sentirán mis hijos orgullosos de mi? Para ello voy a intentar darle la vuelta a la tortilla. Soy hija ahora, soy esposa, soy amiga, soy madre; ¿qué es lo que me llena de orgullo de mis padres, mi esposo, mis amigos y mis hijos? Nada que tenga que ver con sus habilidades intelectuales, ni creativas, ni deportivas. Si son o han sido de diez, pues mejor para ellos, y tal vez suene a excusa de mediocre pero de lo que verdaderamente me siento orgullosa de todos ellos es precisamente de que sean tal como son y de que nos hayamos elegido (allí donde sea que se eligen estas cosas) para andar juntos nuestro camino y ser capaces de mantenernos unidos a pesar de saber que ni ellos ni yo somos perfectos.
Justamente ayer, mi madre le comentaba algo a Jon sobre irse con otra mamá o algo por el estilo. Mi precioso niño, de un salto vino a cogerse a mis piernas y abrazándose fuerte exclamó: - “Yo me quedo con mi mamá”.
En ese preciso momento fui consciente que ellos, como yo de ellos, están orgullosísimos de mi, sin motivo, sin porqués, sin calificaciones...…Únicamente por ser justo quien y como soy.
miércoles, 11 de febrero de 2015
Mediocridad
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me siento totalmente identificado.
ResponderEliminarGracias