
El problema de esto es que cuando yo estallo, lo hago de verdad. Tengo mala leche, mucho carácter, como suele decirse para adornar el término, y cuando me enfado la explosión es fuerte. La parte buena, creo, es que no suelo decir lo primero que se me pasa por la cabeza; la parte mala es que lo que digo, lo digo con una vehemencia tal que mi interlocutor tiende a asustarse y llorar con el consiguiente mal de conciencia mío o a defenderse y atacar con la consecuencia de calentarme más y subir el tono.
En resumen, en el 90% de los casos, fondo sí; forma no.
Lo fastidioso de esta fórmula es que el resultado es claro: cuando perdemos la forma, perdemos también la razón.
Hace tiempo vi un programa en la tele donde los socios de un negocio basaban su convivencia en insultos y discusiones. El conductor del programa los situó en un ring de boxeo y les propuso decirse solamente aquellas cosas buenas sobre el otro que todavía quedaban (aunque enterradas) en su interior. Si no funcionaba no habría mucho problema puesto que estaban en el escenario adecuado.
Pero funcionó… ¡vaya si lo hizo! Empezaron a detallar las cosas por las que unos admiraban a los otros y a relatar las buenas cualidades que habían hecho que aquella relación llegara precisamente a relación. El que decía, se emocionaba al recordar los buenos momentos y se sinceraba de tal modo que sentía hasta sana envidia de los puntos fuertes que destacaba en el otro y el que escuchaba, se empapaba de los cumplidos y se llenaba de confianza, agradecimiento y sorpresa al ver sus aptitudes reconocidas por el primero. Y así, en esta catarsis inesperada, se generó o regeneró (como queráis verlo) el amor.
AMOR, en mayúsculas, sincero y de hecho tan fácil de crear. Ese cariño estaba ahí sólo que ninguna de las dos partes lo veía, el odio, los problemas, la rutina, la vida, en esencia lo habían disfrazado de gritos y despecho y el simple hecho de rescatarlo había hecho que los socios desmontaran sus corazas y descubrieran que el amor es más poderoso que el odio.
Esta teoría es fácil, ideal y muy de slogan de película, pero ¿Cómo hago yo ahora para no discutir sino debatir y quitarme a la vez, la etiqueta de malhumorada y mala, malísima de encima? ¿Cómo me vuelvo tranquila, tolerante y dulce argumentadora? No sé hacerlo y quizás si quitara eso de mi persona dejaría de ser precisamente mi persona. La dinamita coexiste dentro de mí, bien cargada con pólvora a punto de explotar. El único truco que se me ocurre es que no se encienda la mecha. En un mundo donde hay chispas por todas partes, el dejar de verlas como detonantes y definirlas como preciosos fuegos artificiales me cuesta mucho. Tal vez debiera alargar la mecha, tal vez sencillamente debiera entender que discutir no me aporta nada y pasar un poco más de todo, relativizar, ¿empatizar?, ¿pensar de base que el otro no lo hace con mala fe?, ¿dar por hecho que todo el mundo es bueno y que el otro tiene tantas ganas como yo de entenderme y ser entendido?
Llegados a este punto, con la situación comprendida y la solución en la recamara, la mitad del camino ya está andado, ahora sólo tengo que encontrar la manera de caminar la otra mitad sin que el fosforito se encienda.
igualica que mi esposa
ResponderEliminarNunca se me olvidara lo rapido, lo fuerte y lo pasionada que quedabas despues de una pequeña discusion.
ResponderEliminarMe encantan los fuegos artificiales, y las personas con chispa.
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